Hoy sábado da comienzo el juicio contra el confeso cerebro del 11S y cuatro de sus cómplices. Khaled Cheikh Mohamed, acusado por el Pentágono: «de ser responsable de la preparación y de la ejecución de los atentados del 11 de septiembre 2001 en Nueva York, Washington y Shanksville (Pennsylvanie), que mataron a 2.976 personas».
A Khaled Cheikh Mohamed se le conoce como «KSM», sus iniciales en inglés. Es kuwaití de origen pakistanés, 47 años, estudió en EEUU y llegó a convertirse en el número 3 de Al Qaeda. Khaled Cheikh Mohamed, además de buen musulmán, es un sicópata asesino con aires de grandeza. En el informe de la Comisión del 11 de septiembre, publicado en 2005, es descrito como un megalómano que se ve a sí mismo «como un superterrorista poniendo en escena un espectáculo de destrucción en el cual él sería la estrella», y se destacan sus recursos tanto ténicos como organizativos.
Entre sus logros para la religión/ideología que representa, además del 11S y otros 30 atentados contra infieles (Bali, 12/10/2002, 200 muertos, en su mayoría jóvenes y turistas que bailaban alegremente), destaca uno del que el mismo Mahoma estaría orgulloso: proclama que él fue, con su «mano derecha sagrada», quien decapitó al periodista Daniel Pearl en 2002 en Karachi: «Yo decapité con mi bendita mano derecha la cabeza del judío americano Daniel Pearl, en la ciudad de Karachi, Paquistán... para aquellos que quieran confirmarlo, hay fotos mías en Internet sosteniendo su cabeza».
El filósofo Bernard-Henry Lévy escribió un relato de su ejecución que helaba la sangre:
«Cien veces les ha dicho en los últimos ocho días que, si hay un estadounidense, y un judío, dispuesto a tender la mano a los musulmanes, en general, y a los de Pakistán, en particular; si hay una persona dispuesta a rechazar el tema absurdo de la guerra de las civilizaciones y conservar la fe en la paz con el Islam, es él, Daniel Pearl, judío de izquierda, progresista, estadounidense, hostil –como demuestra toda su carrera– a lo que pueda tener EE.UU. de estúpido y arrogante, amigo de los olvidados, del huérfano universal, de los desheredados.
(...) Sus miradas se cruzan durante una fracción de segundo y comprende, en ese instante, que ese hombre va a degollarle.
(...) Ya está. El cuchillo ha entrado en la carne. Despacio, muy despacio, ha empezado bajo la oreja, en la parte posterior del cuello. Algunos me han dicho que era una especie de ritual. Otros, que es el método clásico para cortar enseguida las cuerdas vocales e impedir que la víctima grite. Pero Pearl se ha encabritado. Busca con furia el aire en su laringe despedazada. Y el movimiento ha sido tan violento, tan fuerte, que se suelta de las manos de Karim, grita como un animal y se derrumba, entre estertores, sobre los charcos que forma su sangre. El yemení de la cámara también grita. A medio camino, con las manos y los brazos llenos de sangre, el verdugo yemení le mira y se para. La cámara no ha funcionado. Hay que interrumpirlo todo y volver a empezar.
Pasan 20 segundos, tal vez 30; lo que tarda el yemení en volver a encender y encuadrar. Pearl está tendido sobre el vientre. La cabeza, medio cortada, se ha separado del busto y cae hacia atrás. Los dedos de las manos se agarran al suelo como garfios.
Ya no se mueve. Gime. Hipa. Todavía respira, pero a trompicones, con estertores, entrecortado por gorgoteos y gemidos de cachorro. Karim mete los dedos en la herida, separa los bordes y despeja el camino para que vuelva el cuchillo. El segundo yemení inclina una de las lámparas para ver mejor, saca su propio cuchillo y, enfebrecido, como si estuviera embriagado por la vista, el olor y el sabor de la sangre caliente que mana de la carótida como de una tubería perforada y le salpica el rostro, corta y arranca la camisa.
Entonces, el matarife remata su tarea: el cuchillo al lado del primer corte; las cervicales que se quiebran; un nuevo chorro de sangre que le salta a los ojos y le deja ciego; la cabeza que rueda hacia adelante, como si todavía tuviera vida propia, y acaba por separarse del todo; y Karim que la ondea, como un trofeo, ante la cámara».
Daniel Perl fue secuestrado en Pakistán el 23 de enero de 2002 y su cuerpo sin vida apareció en mayo. Un año después, Mohamed fue capturado en Pakistán, el 1 de marzo de 2003. Se mostraron algunas fotos y desapareció, la CIA lo mantuvo oculto en alguna prisión secreta. Sometido a torturas cantó la Traviata, pero sin confesar los crímenes del 11S. En septiembre de 2006 reapareció cuando fue trasladado a Guantánamo, y un año después, el 14 de marzo de 2007, ante el tribunal militar confesó ser el cerebro del 11S: «Fui el director operativo del jeque Bin Laden en lo que se refiere a la organización, planificación, seguimiento y ejecución de la operación 9/11. Fui responsable de la A a la Z».
Se enfrenta a la pena de muerte y pocas veces una condena es tan previsible.
Los demás acusados son:
Ramzi ben al-Chaïba, de Yemen, el compañero de piso de Mohamed Atta en Hamburgo. Debía ser uno de los suicidas pero no consiguió visa para entrar en EEUU, así que se quedó en coordinador entre Khaled Cheikh Mohamed y la célula americana. Ramzi ben al-Chaïba fue el controlador del yihadista francés, Zacarias Moussaoui, que debía pilotar uno de los aviones pero fue detenido semanas antes.
Ali Abd al-Aziz Ali, alias Mohammed Al-Baluchi, pakistaní sobrino de Khaled Cheikh Mohamed y primo de Ramzi Youssef, autor del atentado contra el World trade center en 1993.
Wallid ben Attach, un saudí sospechoso además del ataque al destructor Cole en octubre del 2000 (17 marinos asesinados).
Moustapha al-Houssaoui, otro saudí, acusado de financiar los atentados.
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