Soy español, cosas del destino, podría haber venido al mundo en cualquier otro lugar pero tuve suerte. Si fuera sioux cantaría las glorias de mi pueblo, alabaría a nuestros grandes líderes, la sabiduría de los ancianos, el coraje de los guerreros y el poder omnipotente de Manitú. Contaría la batalla de Little Big Horn, en que 6.000 guerreros vencieron a 600 enemigos, matando a 268. Pero resulta que soy español, y por estos pagos de Hispania una batallita así no va más allá de nota a pie de página.
Si fuera sioux narraría las glorias de Caballo Loco, pero no puedo, ¿cómo podría si entre mis antepasados hay hombres como Blas de Lezo y Olavarrieta? No tenía la melena del indio, de acuerdo, pero aquel vasco manco, cojo y tuerto hizo hincar de rodillas al imperio inglés, defendió Cartagena de Indias hasta la muerte y desarboló el mayor desembarco anfibio de la historia hasta Normandía. Cuando el capitán Julio León Fandiño cortó la oreja a Robert Jenkins lo mandó a la Cámara de los Comunes con la oreja en la mano: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Haciendo un esfuerzo podría comparar a Hernán Cortés con Julio César, pero aclarando, tal y como hace Bernal, que las gestas del español superan a las del romano en cualquier aspecto, en todos. César, que lloró en España ante una estatua de Alejandro, se hubiera desesperado de conocer a Cortés. Es como una entrevista que leí a Freddy Mercury, a finales de los ochenta. Mercury era una súperestrella genial y entrañable que admiraba la voz de Montserrat Caballé, pero pensaba inocentemente que, ante un gran auditorio, él tendría que asumir el peso del espectáculo. Según explicó él mismo, todas las dudas desaparecieron en el primer segundo de la diva ante miles de personas. La Caballé, aquella amable señora, se transformó en una diosa madre íbera, la Dama de Elche, proyectó su voz y mandó como mandan los toreros. Mercury solo podía adorarla. No es lo mismo. Será muy difícil ser un Freddy Mercury, pero ser Montserrat Caballé es otra cosa, es un milagro.

El 23 de mayo de 1808, en Valencia, un huertano de nombre Vicent Doménech, el Palleter, levantó la Senyera y gritó al mundo: «Este humilde palleter li declara la guerra a Napoleón», y mis vecinos respondían: «Muiguen els traidors!». Dios, qué buen vasallo, sí tuviera buen señor, porque aquellos abuelos nuestros daban vivas a Fernando VII, el más indeseable de los reyes, ¿pero qué más da? Era nuestro indeseable, y Napoleón no. La circunstancia contraria es la que se dio en Las Navas, cuando los líderes estuvieron a la altura del pueblo. Frente a la libertad o la muerte estaba en La Batalla el primado de España, Rodrigo Jiménez de Rada, quien además de bravura atesoraba toda la cultura española, un guerrero de lengua materna euskera y castellano, que asombró en las universidades de Bolonia y París, que dominaba el latín, italiano, francés, alemán, inglés, árabe, griego y hebreo. Rodrigo fue heredero del mayor sabio del mundo desde Agustín de Hipona hasta Tomás de Aquino, san Isidoro de Sevilla (en realidad era murciano), que en el año 600 escribía estas palabras sobre mi nación:
«¡Oh, España! La más hermosa de todas las naciones que se extienden desde Occidente hasta la India. Tierra bendita y feliz, madre de muchos pueblos. De ti reciben la luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el orbe; tú, el país más ilustre del globo».

Reverte no exageraba ni un pelo. Actualmente, en el Reino Unido, unos 5.000 niños entre 6 y 18 años siguen el programa escolar nacional de Arabia Saudí. En su manual escolar se enseñan los grandes logros de la cultura islámica. Por ejemplo, el libro de texto explica cómo cortar correctamente una mano, o afirma que si bien el hombre homosexual debe ser ejecutado, dependiendo de la costumbre local puede ser lapidado, quemado vivo o arrojado por un precipicio. Peculiaridades culturales, se dice.
Como ya habrán adivinado, me gusta ser español. Porque el espíritu sigue siendo el mismo, aquel que enunció el abanderado de Castilla, Diego López de Haro, quinto señor de Vizcaya, cuando amanecieron frente a frente los dos ejércitos. Don Diego se giró sobre su corcel y dijo estas palabras a su hijo Lope: «Os podrán llamar hijo de puta, pero no hijo de traidor». Don Lope prometió a su padre: «Seréis guardado por mí como nunca lo fue padre de hijo, y en el nombre de Dios entremos en batalla cuando queráis».

Así son los españoles. Excesivos. Es Numancia y Lepanto, muerte y victoria, nunca rendición. Este país, que ha sido y es luz de la cristiandad, desató la mayor persecución religiosa de la historia, asesinando a tantos cristianos que Nerón se hubiera horrorizado de nuestro salvajismo. Todos eran españoles, siempre detrás de un cura, a veces con el cirio a veces con el palo. Esta nación, la más antigua de occidente, es la única que por deporte discute su propia existencia. Españoles. España, un país donde el grito de un humilde palleter o una costurera de Malasaña levantan a todo el pueblo contra el invasor, también capaz de desangrarse en constantes guerras civiles. Para bien y para mal, eso somos.
En los momentos críticos, si vienen mal dadas, nada como recordar el ejemplo de nuestros antepasados. El lunes 16 de julio de 2012 se cumplen 800 años de La Batalla en Las Navas de Tolosa, y a nosotros, sus hijos, nos toca guardar su nombre, como los que vengan después guardarán el nuestro. Porque España es una gran nación, y españoles son los hijos de su historia, 500 millones de almas en una treintena de países que llaman a esta tierra la Madre Patria.
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